Thursday, March 16, 2006

PRÓFUGO (TODO POR TI, DEBBIE)



Jamás pensé ser uno de esos fanáticos que pueden llegar a perder la razón. Todo sucedió este miércoles en la tarde. Me había quitado el parche de microporo temprano en la mañana para que se quitaran esos dos hoyos que se le hacen a la nariz por la presión del pegamento. Me bañé y me vestí con mis mejores ropas, de las que percibí cierto olor agrio que evidenciaba varias repeticiones (odio lavar la ropa: se deshace como el papel, y siempre se puede defender la mala higiene con una actitud roquera). Me vi en el espejo y alabé mi perfil y salí de casa, rumbo a la escuela, para recoger mi certificado de la preparatoria. El camino de ida es otra historia, que merece por sí solo un post independiente.

Llegué a la escuela que albergó mis sueños juveniles, mi falta de pasión por las materias obligatorias y amistades tan efímeras que ni siquiera puedo enlistarlas. Decidí, aún desde antes de desayunar, que era hora de efectuar mi venganza: iba a utilizar el elevador reservado para visitantes (que casi me valió un reporte en mis días de estudiante). Lo hice esperando armar disturbios pero, para mi sorpresa, no hubo nadie que dificultara mi camino. De todas maneras tenía el escudo perfecto: ya no estoy inscrito, lo que me convierte en visitante.

Cuando quise recoger mis papeles, me informaron que necesitaba un comprobante de no adeudo de la biblioteca y de cuentas por cobrar, pero éste último estaría cerrado hasta las cuatro. ¡Mierda!, pensé. Empezaba a marearme tanto subir y bajar al elevador (la biblioteca está en el cuatro piso) y aumentaba mi temor de encontrarme con algún viejo conocido. Tenía miedo de que:

a) no me reconocieran; y

b)que me reconocieran.

Las personas que tenía en mente se distinguen precisamente por su naturaleza escandalosa. No quería ser interrogado, no quería una reconciliación cariñosa e hipócrita ni tampoco quería abrazos y besos (no estoy de humor para tener un acelerado contacto físico: pánico a cabezazos y codazos).

En la biblioteca me atendió un muchacho en la caja. Mientras buscaba mis datos en la computadora, miré sorprendido del otro lado de la barra. ¿Sería una alucinación producida por el vértigo? Debía estar confundido. Pero esa cara, esos ojos... todo el conjunto me resultaba inconscientemente familiar, atávico. ¿Deborah Harry en primera plana?

--¿Puedo ver eso?--le pregunté al tipo de la máquina.

--Claro--respondió, casi sin prestarme atención.

Tomé el periódico y todas las descripciones encajaban. ¡Era Deborah Harry, junto a Chris Stein y Clem Burke! ¡Los mismísimos Blondie, veteranos y a todo color! Abrí el suplemento de chismes con sed insaciable. Sólo dos párrafos se referían a la banda, pero la foto a color, y la otra blanco y negro--Chris y Debbie dándose un beso frente al micrófono--valían oro. Mi curiosidad quedó satisfecha y toda fantasía se vio interrumpida con un:

--Aquí está tu papel.

--¿No tengo ningún adeudo?--vaya, casi estaba sorprendido. Varias veces había olvidado entregar los libros a tiempo.

Miré la foto en primera plana por última vez, para despedirme. Entonces pensé: Quiero ese periódico. ¿Será muy tarde para conseguirlo en las calles? ¡Qué estoy diciendo! Quiero ese periódico. Quien lo haya comprado fue por otras razones. El tipo de la computadora se puso de pie y desapareció. El que me había sacado una fotocopia estaba absorto en su computadora. Y yo ahí de pie, como idiota. Pasaron cinco minutos en los que pensé si debía-- si debbia, jaja--hacerlo. Tomé el periódico de la barra y nadie volteó a verme. De hecho, nadie reparaba en mi presencia: ni la gente de intendencia ni los estudiantes que abarrotaban las mesas. ¿Y si me descubrían? Había cámaras por todas partes, y alguien estaría vigilando.

¿Pero qué hacía yo ahí, en primer lugar? ¿No era todo parte de alguna fantasía absurda, inmortalizada en palabras? Tomé una hoja de propaganda-- curso intensivo de Java--y la puse sobre el periódico, para disfrazarlo. Miré la salida más cercana. Lo peor que podía pasar era que sonara la alarma y alguien dijera:

--¡Eh! ¡Alto ahí!

Entonces yo pondría cara de inocencia y diría:

--¡Oh, qué vergüenza! ¿En serio traía esto en la mano? De veras que soy despistado--una sonrisa apenada y devolvería el suplemento de espéctaculos a su lugar, donde nadie más apreciaría que Deborah Harry estaba en primera plana por la introducción de Blondie al Salón de la Fama del Rock'N'Roll.

Me convertí en un criminal. Caminé con mi periódico en la mano y el corazón pulsó cual tambor tribal. Me acerqué a la máquina que activa la alarma y crucé el portal. Casi me temblaba la mandíbula y ya me sentía ligero y a la vez entumido y en eso... ¡nada! Pasé sin ningún problema. Acto seguido avancé con la s piernas tiesas hasta el elevador--peor manera de llamar la atención, pues podían confundirme con un estudiante--y una vez cerradas las puertas guardé el ejemplar en mi morral. Salí del elevador y me enteré de que seguía cerrado lo de Cuentas por cobrar. Salí de la escuela hecho un revoltijo de temblores y ataques al corazón y maté media hora revisando comics viejos en la tienda de revistas usadas.

Era tiempo de volver y ya me imaginaba en algún noticiero amarillista: Ladronzuelo regresa estúpidamente a escena del crimen. Regresé a la escuela rezando para no encontrarme al tipo de la biblioteca. Abrieron Cuentas por cobrar, me dieron el papel y fui a Servicios Escolares a recoger todos mis documentos.

--¿Y entonces qué me queda por hacer?

--Nada, ya nada.

--¿Quieres decir que soy libre?

--Sí.

--¿Libre de esta escuela?--me apresuré a corregir.

--Sí, ya no te queda nada por hacer.

Bajé por el elevador y corrí a prisa entre una manada de uniformados, auténticos visitantes. Me despedí del policía de la entrada (que en realidad no quería arrestarme, como pensé poco antes) y salí corriendo. Acaparé un taxi, me subí en él y le di órdenes de llevarme a mi casa.

--¡Lléveme a mi casa!

Necesitaba una verdadera razón para huir, para escapar, para darle significado y valor a mi retirada. Entreabrí el morral y vi a Debbie, riendo, señalando más allá de mi espalda. El taxi arrancó y me alejé en su interior sin mirar atrás.

Monday, March 06, 2006

Zombi



Salí por primera vez de mi casa el miércoles. El refrigerador estaba a punto de quedarse vacío y mi madre me había dado unos vales de despensa. Me arme de valor, abandoné la casa y tomé un taxi hacia el supermercado, que queda como a dos minutos.

Sentí mareos, vértigo y paranoia. Me sentía como un zombi, impactante a primera vista: la oreja morada, el cuello verde, los lados de la mandíbula café amarillento, un párpado rojo, andar lento y cauteloso, respiración grave, despeinado. Sin embrago, imperaba un sentimiento de triunfo a medida que avanzaba entre los pasillos y veía a las otras personas, en su mayoría señoras de pelo oxigenado y expresión cansada. No puedo negar que sentí cierta identificación irónica: me he convertido en un ama de casa realizada.

En serio, no hay nada de malo en mi vida. Lo digo por lo de realizada: se puede ver que la mayoría de esas señoras se debaten entre la frustración y la monotonía. Lo que para mí era una aventura salvaje de supervivencia, para ellas era una obligación de rutina. El único disgusto que me llevé fue en el pasillo de las barras de cereal. Una estúpida niña (tal vez de secundaria, cuando están en la edad más odiosa) y su hermano idiota jugaban violentamente con una pelota. Yo, por supuesto, temía por la estabilidad de mi nariz recién operada.

Digo, no tiene nada de malo emocionarse con los juguetes del supermercado. La última vez que fui con mi mamá y mi hermana, nos pusimos a jugar con las cajas registradoras, las pelotas gigantes, las Barbies, los monos de Plaza Sésamo... Pero sin salir del pasillo de los juguetes. Tuve el loco impulso de agarrar a la niña por los pelos y levantarla tan alto que sus pies no tocaran el suelo. Bastaba un puñetazo en la nariz para derribarme. Así que lo único que hice fue lanzar una prolongada mirada asesina. La pelota roja salió disparada y aterrizó en el pasillo de al lado. Mi imaginación fatalista se preguntó: ¿Y si yo hubiera estado en el otro pasillo? ¿Y si la maldita pelota me hubiera dado de lleno en la cara? Habría sido trágico. Empecé a hervir de rabia. ¿Qué eran esas criaturas repugnantes? ¿Conocían la palabra educación, buen comportamiento, modales? ¡Alto ahí! En verdad me había convertido en una señora. Jajaja.

La madre notó mis pensamientos asesinos. Lo deduje porque, cuando pasó junto a mí empujando su cara, su semblante alzado era el perfecto ejemplo de la indignación. ¿Te molesta que quiera matar a tus hijos? ¡Pues educa a esas sabandijas! De pronto la niña empezó a chillar. Quería que le compraran una caja de barras de Special K. La madre se hizo de rogar, así que puse en práctica mi venganza soberbia. Como quien no quiere la cosa, agarré dos cajas de barras mientras la niña suplicara que le compraran una. Habría sido genial agarrarlas todas, ¿no? Dejar el estante vacío y llevármelas todas (claro, para después botarlas en otro pasillo). Habría tenido que irme muy lejos para que no me escucharan reír a carcajadas.

Más adelante vi a un tipo bastante guapo. Traía pants y gorra y su andar delicado me hacía pensar en alguien amable. Estábamos en la sección de carne. Más adelante me encontró, y digo me encontró porque yo estaba emocionado agarrando donas y muffins cuando él llegó a formarse detrás de mí. Bastante amable, aquel hombre.

De regreso el taxista empezó a hacerme la plática.

--¿Te operaste la nariz?

--Eh... sí. Es la primera vez que salgo.

--Ah... Yo también me la operé, cuando estaba chavo--me enseñó sus cicatrices, pequeñas, y pensé: Dios, yo también tendré cicatrices...

Me contó su desastrosa experiencia ("el doctor me drogó pero todavía estaba despierto"). Estaba arrepentido y yo empecé a preguntarme si alguna vez me vería en la misma postura (ahora puedo decir que no, pero eso lo contaré más adelante). Yo le conté mi experiencia, de la que aún quedaban rastros bastante visibles (aunque ya me habían quitado la férula, el martes) y al final, al llegar a casa y ayudarme a meter todas las bolsas de la compra, sólo pudo decir:

--No, pues sí te manchaste. Te hicieron más cosas que a mí. Te manchaste.

Así que soy un manchado.