Monday, March 01, 2010

UN MILLÓN DE PÉTALOS ROJOS

--Te pareces a Mia Farrow.
--¿Eso crees, nene?--trato de sonreír y hacer una cara que, en mi imaginación, sólo Mia Farrow podría hacer.
Sí, me da una rosa y besa mi mano. Porque, oficialmente, ya es día de San Valentín, y toda la gente bella merece una rosa ese día.
--¿La conoces?
--No en persona. Pero es una comparación que me llena de orgullo. Después de todo, es la única mujer que ha parido al hijo del diablo y estado casada con Frank Sinatra al mismo tiempo.
--En eso tienes razón--y se ríe. Planta uno de sus besos en mi cuello, que florece y se va entretejiendo como hiedra, subiendo hasta llegar al borde de mi boca.
Recuerdo. Recuerdo esas bellas noches de enero, remotas, llenas de esperanza, cuando aquel era el amor de mi vida, aquel otro mi novio al que engañaba todas las noches, y aquel otro del que me escondía por temor a represalias. Llegaba hasta mí, cortando el aire musical de la pista de baile, aquella voz como campanitas mecidas por el viento, y era la voz más dulce que os ha regalado la literatura moderna.
--También interpretó a Daisy en El Gran Gatsby.
--Iba a decirte que te pareces, precisamente, a Mia Farrow en El Gran Gatsby.
--Con eso, amor, te vas a ganar muchos besos.
Pero yo sólo quería la rosa roja, mi promesa de amor, mi recuerdo sangriento de cada San Valentín. Hace un año exactamente, en esa misma pista de baile, una chica de pelo negro caminaba con un atuendo atevidísimo, con un militar que venía de Sinaloa. El mismo militar que no aparecía por ningún lado, evaporado como un anticuado sueño de juventud.
--¿Por qué será que nunca regresan?
--¿De que hablas?
--Nada. No pensé que estuviera hablando en voz alta.
Y la rosa muere.
* * *
Estamos cantando las mañanitas al cumpleañero, abrazados hombro con hombro, meciéndonos en un baile alcoholizado.
--Esta son las mañanitas que cantaba el rey David...
Son tantos los brazos que eventualmente me pierdo. Nadie los invitó a nuestra fiesta, sólo llegaron ahí a aacompañarnos en el canto, y este tipo me pone contra la pered, bastante serio.
Deja que lo abrace y que lo toque. Me gusta sentir su abdomen de cuero curtido, su espalda amplia y maciza, su cara enfebrecida, su cuello, sus cejas, su suéter rojo.
--Me recuerdas a--está de más decirlo. Nadie ahí lo conoce, nadie ahí lo recuerda, se evaporó como un sueño o un suspiro en medio del frío. Me da risa imaginármelo aquí, en este lugar, porque siempre fue un hombre bien portado y jamás en mi presencia comentó sus noches de copas. --Me gustaría saber tu rango.
El tipo se ofende. Siempre se ofenden cuando uno les pide detalles.
--¿Tú para qué quieres saber eso? A ti de nada te sirve saber eso. Tú lo que quieres es saber cómo coge un m*****r, y eso es lo que yo te voy a enseñar.
--¿Lo hacen rico?
--Claro que sí--me toma la cintura y aprieta con fuerza. Me aprieta contra su cuerpo y vaya que está fuerte--. Yo te voy a enseñar cómo lo hace un hombre de verdad.
Me ruborizo. O finjo pudor, que es lo mismo. Toco su cuello e intento besarlo, pero me pone la mejilla, el eterno juego de la cobra indomable. Yo continúo melestándolo y dejando que me hable de aventuras exoticas, mientras sus manos se apoderan de mi cuerpo.
--Necesito ver una identificación. Necesito saber tu rango. No es lo mismo un perro roñoso que un perro rabioso.
--¿Y tú para qué quieres saber? Tú no debes andar preguntando pendejadas--frota su entrepierna contra mi vientre y yo me apachurro contra la pared.
--Estoy más alto que tú--le digo. Y me da un golpe en las costillas, por la espalda. Esto me da risa. Es uno de esos juegos de hombres, de te pego pero no te pego. La verdad es que, de acuerdo con mis estándares de tolerancia al dolor, se ha excedido en la fuerza, y me sacude como toques, envolviéndo algún órgano oxidado. ¿Me paralizó el hígado? ¿O es el páncreas?
--No debes pegarme, nene.
--¿No? ¿Por qué no?--me da un beso en el cuello y me sonríe--. Tú quieres estar con un hombre, ¿no? Un hombre de verdad.
--Yo quiero estar con un s*****o.
Me vuelve a molestar con sus puños pequeños. Nunca me gustaron los juegos pesados.
--Te dije que no me pegaras. Eres un niño muy malo.
--¿Te dolió?--pregunta con una sonrisa burlona, y yo siento adolorido el estómago, o lo que sea que esté allí dentro.
--Tú estás entrenado para pegar, torturar y matar. Yo sólo soy un civil indefenso--y le estampo la rosa en la cara. El golpe tiene tanta fuerza como para que se desprendan los pétalos y el plástico que la envuelve haga un sonido contra su piel. Le doy cinco golpes, como uno haría a un perro malcriado usando un periódico. --Malo, malo, malo--digo con cada golpe.
Y me retiro, porque me ha jodido la paciencia. Estoy esperando a que me agarre del brazo y me jalonée por haberlo pegado, pero no hace esto, así que doy media vuelta y regreso a él para volver a atacar.
--¿Por qué no hiciste nada? ¿Te gusta que te maltraten? ¿Estás acostumbrado a que te traten como perro?
Sonríe, el muy granuja, y vuelvo a pegarle con la rosa hasta que queda inservible.
* * *
Ahí en la mesa yace una víctima del amor, derrotada por el alcohol y la soledad. Su cabeza parece los escombros de un edificio derribado, y estira un brazo, hacia el infinito, hacia la añoranza. Junto a él una botella vacía, y un poco de cambio, lo que queda del billete que le saqué del pantalón.
--Esta persona está muerta--le comento a mi amigo--. Pobre diablo, hay que darle una rosa.
Es San Valentín, después de todo. Ya ha amanecido, y antes de irnos al olvido coloco la rama de mi rosa marchita en su mano, en su puño cerrado e inerte. Así los dejo, con un globo en forma de corazón entre mis manos.