Monday, July 10, 2006

Nunca había participado en un evento político-social. Fui a la Marcha LGBT en tres ocasiones, y a medida que se repetía mi asistencia se desvanecían notablemente mis ánimos de protesta: se convirtió en un carnaval que incluso agarré de pretexto para un par de buenas borracheras callejeras.
No así este sábado 8 de julio 2006. Desde el anunciamiento de Andrés Manuel López Obrador, el miércoles en la tarde, en el que convocaba una reunión ciudadana en el Zócalo, encontré la disposición de participar físicamente (que muchos lo han hecho, pero de manera mental). Simplemente no me trago lo que dicen en los noticieros, cual robot maquillados:
"Debemos confiar en nuestras instituciones, más honestas que las de China y Perú y Estados Unidos. Está en ellos dar el resultado electoral. No es conveniente salir a las calles, conservemos la paz y la calma. Debemos confiar en..."
Así que llegó el sábado y fuimos: yo, mi abuelita (blandiendo un cartel, gritos sonoros de "¿Le crees al IFE? Yo tampoco"). No pude sino expresar mi admiración por aquellas tres mujeres, en plena tarde saliendo de Pino Suárez. Me sentí de vuelta a los años setenta, a aquella escena de El Exorcista donde Ellen Burstyn toma un megáfono; o aquel episodio hippie de Los Simpsons donde la señora Simpson escapa del rígido seno hogareño para boicotear el laboratorio de experimentos biológicos del señor Burns.
Nuestra protesta concluyó en el Zócalo, entre un mar de gente, todos molestos, tristes, enérgicos. Cámara en mano, atestigüe aquel movimiento en el que, a pesar de que algunas personas por poco cedían a la claustrofobia y el calor (la lluvia cayó fresca sobre nuestros rostros), dominaba una causa, un anhelo.

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