Monday, May 21, 2007

REVILLAGIGEDO Y VICTORIA




Ricardo y yo nos aventuramos en las calles del centro, afuera del metro Juárez, con intención de visitar el Museo de Asesinos Seriales, recomendado por una amiga cercana (Elena) que insistía en que yo revisara la "memorabilia" que escribió para los libros de historia (más adelante explicaré aquel asunto).





Aprovechando el descuento de estudiantes--mi credencial venció hace dos años pero todavía me la hacen válida, jeje--entramos con todo y audioguía. Más que un museo parecía una de esas casas de fenómenos de alguna feria ambulante.








Ahí lo tenías: sets acartonados de escenas sangrientas, un narrador en exceso diplomático y una pantalla de televisión que transmitía imágenes más fuertes, la mayoría reales. El favorito personal: la sección Ed Gein, muy Msacre en Texas, y o del señor Smith realmente me asustó, jamás pensé que alguna de estas historias pudiera darme miedo (si acaso morbo y escalofríos, pero jamás me había sentido horrorizado por una persona, salvo exnovios, jaja).












Por primera vez reprobé la pena de muerte. Jamás había reflexionado en ello. El asesinato es un acto monstruoso en la media que afecta a familias enteras, pero también es inhumano que el Estado aplique castigos que distan de ser indoloros, tratando al criminal como un mero especimen de alguna loca investigación científica.











También me asombra la incertidumbre de datos respecto a la vida de estos personajes. El mero hecho de que los números de víctimas sean improbables--aunando la personalidad megalomaníaca de la mayoría de los seriales-- demuestra la incompetencia humana para discernir los casos. No resistí el morbo de tocar la fría cámara de gas.

--¿Si te condenaran a muerte, ¿cuál escogerías Ricardo?


--Silla eléctrica.





--Cámara de gas. No soportaría que me frieran vivo, ni oler a chicharrón.











La breve e ilustrativa visita fue seguida por la rigurosa compra de souvenirs: folletos y postales, todos a precio accesible. Recomiendo esta visita a cualquier curioso, tan sólo por la experiencia morbosa en la que entran en desequilibrio seriedad, investigación y freakshow.






Al final pude comprobar que aquello que usaba Chikatilo era una playera conmemorativa de los juegos olímpicos (!). Nefasto.























Al fin seguí las órdenes de mi amiga Elena y revisé la página 17 del libro de visitas. Gracioso.














Afuera, en las calles, una sesión de foto bajo la mirada divertida de los habitantes locales. También vi un par de guantes de cuero bastante monos.












De ahí brincamos al billar de Insurgentes y recibí una noticia fatídica por teléfono.




--¿Te quieres ir a tu casa?--me preguntó Ricardo preocupado, un verdadero amigo.
--No. Voy a estar bien. Quiero pasármela bien hoy, además ya estoy borracho.
Fuimos al antro, bailamos, me besé con un tipo que después se ocultó tras su novio, etcétera. La diversión de siempre, llena de piropos y halagos y rondas de vaivén hacia el baño y las pistas de baile.

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