Monday, October 30, 2006

EL PAÍS DE OCTUBRE ([NOTHING BUT] FLOWERS)

Fui al panteón a dejarle flores.
Haciendo cuentas, tenía diez años sin que volviera a aquel lugar de orgien. Todo empezó con una llamada telefónica... Bueno, dos llamadas que se cruzaron: una que yo hacía a mi amigo Luis, otra que recibía al celular, de una tía. Colgué a mi amigo y contesté la otra llamada. Me dijo (vive en Cuernavaca) que pasaría el lunes a casa de mi abuela y de ahí pasarían al panteón y ella se regresaba a Cuernavaca a las dos de la tarde... Demasiado temprano para mí.
Luego de un fin de semana de locos, en el que me encontré con mi amigo Ricardo y me contó una historia que despertó mi curiosidad, pensé el domingo en la tarde que tal vez no sería mala idea levantarme muy temprano y ver a mi tía. Y visitar la tumba de mi padre.
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I
El tiempo impone un aura de misticismo a ciertos eventos. Me imaginaba con un velo negro, caminando a lo largo de una tarde nublada. Miraría en derredor un paisaje de flores y lápidas y entonces sabría la ubicación exacta. Caminaría directo a él y depositaría el ramo de flores. Al tocar su tumba, una sacudida eléctrica, una revelación caída del cielo.
Arpovechando que mi madre no se había levantado para ir al trabajo, le pregunté si podía darme un aventón. Le comenté que iría a visitar a mi otra abuela y accedió. En el camino escuché música que la aburrió hasta el hartazgo, y finalmente me bajó en el metro General Anaya. Me despedí con cierta emoción, y por otro lado, dado el evidente retraso de tiempo, de que ya estuvieran en el panteón y yo no pudiera ir: siempre hay un pretexto que invita a retrasar lo que consideramos pendiente.
Pasaron varias confusiones telefónicas. Mi tía dijo que me recogería, y la esperé en la mañana soleada, mientras la calle empezaba a llenarse de manifestantes: Fuera Ulises Ruiz, Fuera el ejército de Oaxaca, etc. Llegó una patrulla, supongo que para medir terreno, y desde el altavoz una especie de líder pedía disculpas por la próxima acción a seguir: cerrar la avenida Tlalpan.
No pude sino aplaudir el empeño, las ganas de manifestar y no dejarse. Los automovilistas reprochaban con mentadas de madre en código claxon, aunque algún cuerdo daba pitidos de aliento.
Los policías empezaron a contarnos (pues con la intención de adoptar un punto visible me quedé en un extremo de los manifestantes) y justo cuando otras patrullas circulaban por el área recibí una llamada de mi tía indicando que ya había llegado.
Huí con la incertidumbre de qué sería de los manifestantes de Tlalpan. Me dio mucho gusto ver a mi tía: hacía ya más de un año que no la tenía cerca, sólo de voz.
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II
--¿Cómo se llaman esas flores?
--Crisantemos. A veinte la docena.
--Quiero una docena, color blanco.
Estábamos ya en el panteón. En la cabeza, el primer fragmento de The Rapture de Siouxise and the Banshees. Buscamos la tumba. Mi abuela juraba recordar la ubicación exacta.
--Tu tío estaba muy dolido por lo de tu papá. Los enterramos juntos.
Deambulamos por pastizales crecidos y basura. Me enredé en una telaraña y pensé que en cualquier momento la tierra se iba a desmoronar y yo caería en un hoyo. Y total que llegamos a la tumba de una tal Maria Eugenia y luego a la de un Don Agustín X.
--Ay, ¿dónde están mis hijos?
Pensé: Ahora estás como la Llorona, abue pero supuse que sería de mal gusto decirlo en voz alta. Así que sólo yo reí de mi pequeña ocurrencia.
--Es aquí, mamá--encontró mi tía.
Caminamos hacia la tumba.
--Mira, vinieron los niños--exclamó la abuela, conmovida. Eso era porque esperábamos un sepulcro descuidado, y lo que encontramos había recibido bastante atención.
Entonces me acerqué. Cuando estuve frente a frente pensé: ¿Entonces eso es todo? ¿Una piedra?
Diría que no sentía emoción, que no sentía su presencia, que ni siquiera parecía que ahí bajo la tierra estuvieran sus huesos, el cuerpo que guardaba un secreto inmortal, un enigma. Pero mi corazón me contradecía, latiendo desbocado. Primera vez que cabeza y corazón me decían lo contrario.
Y sonreí, recordando la última vez que había estado en ese lugar.
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III
Ya he dicho por aquí que no me dan miedo los cementerios. Me parecen un lugar de paz, tal vez no de mucho respeto pero sí de paz. Encuentro tranquilizador caminar entre lápidas, leer nombres, imaginar el punto medio entre esa fecha de principio y fin. El cementerio es el único lugar donde se puede andar tranquilo.
La reacción de mi abuela fue distinta. No pudo contener el llanto, el llanto de una herida que nunca cierra, una herida que día a día ensombrece la existencia.
Me retiré, extrañado. Yo llorando por el novio que se queda en Roma y ella llorando por las dos criaturas que le arrancaron del vie¿ntre y de las manos y del corazón y del alma.
--A Alejandro le dio miedo una vez. Es que sus hijos no conocieron a tu papá, y el más pequeño, Emilino, dijo que a veces lo veía en la sala, en el lugar el el que tú siempre te sientas.--Siempre me veo atraído a un punto fijo--. Alejandro se subió corriendo las escaleras.
No creo en fantasmas. Creo en recuerdos.
--Todavía guardo un dinujo que le hiciste cuando se murió. Era una carta, con dibujitos.
La recuerdo, trágica.
--¿Todavía la tienes?
--Sí, todavía.
--Un día deberías enseñármela.
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IV
Le adornan la tumba y dejo mis flores, un medio ramo, como el que dejaría un amante. Porque es mi amante, mi amante de ultratumba. Aquel amante que siempre se va, me deja. Habita en ese lugar al que se van todos los demás cuando no responden llamadas, cuando me mandan correos crípticos, cuando cogemos y no los puedo abrazar. Es un lugar que me he creado, un lugar en el que los guardo para lastimarme.
Dejé el ramo de flores, blancas, y miré en silencio. Insoportable calor. ¿No pasa siempre algo en estos momentos? Sí, siempre pasa: el viento empieza a soplar. Baja de pronto de entre los árboles y refresca el cuerpo.
Me parece una risa, un baile de alegría: yo soy el que se fue, el que no llama, el que manda correos crípticos. Entonces el viento sopla, ligero, dulce, alegre. Y así como llegó, cesa.
Río porque me he burlado de quienes ven en el clima, en objetos que caen, en ruidos de tubería, una presencia sobrenatural. Pero esto me ha sido una caricia, un guiño. Me siento en paz porque me he dado cuenta de que no tiene por qué haber dolor.
Porque he venido a despedirme de mi padre y sepultar a todos esos amentes a los que nunca dije adiós.
Postetgué la visita durante diez años. He crecido el tiempo suficiente para sanar esa herida multiplicada por cuarenta acostones y veinte enamoramientos gratuitos.
Ha sido una reconciliación con mi pasado y, sobre todo, mi presente.
Y aquel viento...
Oh, aquel viento...
Me hizo volver a creer que la magia existe.

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